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asfaltos

Mañanas grises

Estoy sola, estoy sola. Concha decidió estirar hoy la mañana ovillada bajo el edredón. Ayer se durmió tarde. En Vitoria a menudo le daban las tres y las cuatro sin ser capaz de cerrar el ojo, deambulando de la cama al sofá y del sofá a la cama. Aquí se había olvidado de esta sensación que ayer reapareció. Respira hondo. Hay un pozo ahí abajo, se toca la tripa pero esta mañana no hay estómago. Solo un pozo profundo. Su cabeza empieza a viajar hacia atrás. Hasta los críos pequeños y Chema sonriendo detrás de sus gafas de sol, con chaqueta de cuero y Javi sobre sus hombros. Durante el mínimo instante en el que se instala en esa realidad, la angustia de la tripa se neutraliza, pero el instante es temporalmente tan breve que al desaparecer deja un rastro de dolor que araña las paredes del pozo y una ausencia que le perseguirá toda la mañana. Resopla y se reconoce que lleva una temporada en la que cada vez se acuerda más.

Identifica perfectamente todas estas sensaciones. Sabe que tiene que levantarse. Llueve. Le pesan los párpados y los brazos. Le invade una pereza acompañada por el no saber qué hacer. Le da pereza la ciudad, la gente, la calle, el metro, hacerse el desayuno, mirar papeles, hacer cuentas. Comienza a tocarse como dibujándose el contorno, para saber que está ahí. Se acuerda de la carta que tenía que llegar y no llega. Se agarra a ese pensamiento como a un filo hilo del que tirar con cuidado para salir de esa espiral de sensaciones. Se incorpora y se envuelve en su albornoz. Por la ventana entra un gris opaco. La casa está helada.

En el buzón no encuentra sus papeles. Un par de hojas de propaganda y una carta que no está a su nombre. La lleva hasta casa de su vecina. De ella solo sabe que tiene unas bonitas plantas de hierbabuena en la terraza que casi toca la suya y que le gusta la música árabe. No se encuentra con Julia Garau, nombre que indica en la dirección. La puerta la abre Carla, que inesperadamente le invita a tomar un té. Sin otra cosa que hacer, Concha acepta la invitación. Se encuentra sentada en un cojín rojo apoyado en un muro repleto de fotografías, contándole a una desconocida aquel viaje a Marruecos hace más de quince años, cuando les paró la policía, que menos mal que habían tirado la chinilla que les quedaba por la ventana.

La puerta se abre. “Mira, ella es Julia”. Carla explica a Julia quien es su invitada. Julia viene algo enfadada. Una amiga le había hablado sobre una bolsa de trabajo que debía abrirse sobre estas fechas para trabajar en los comedores de los colegios que dependían de la Generalitat. Ha estado toda la mañana dando vueltas de ventanilla en ventanilla. Vuelva usted mañana.

Concha lleva un tiempo barajando la posibilidad de ponerse a trabajar. Ha estado pensando. Hay días en los que no sabe como llenar las horas. Descarta cualquier actividad relacionada con los negocios. Nada que tenga que ver con grandes empresas y jornadas laborales de ocho horas. Tampoco volverá a la limpieza. Pero esto, esto suena perfecto. Mira a Julia y le pide más información. Al día siguiente quedan a las nueve para inscribirse.

El abuelo

Paula se cagaba en Dios, y en la madre de Dios. El hartazgo anticatólico duraba ya lo que va de misa a misa de domingo. Ni para una atea beligerante como ella podía ser bueno tanto anticlericalismo. Ya sabía cual era el sabor de aquellas desavenencias entre sus actos espontáneos, alocados e insensatos, y sus dudas cabalgantes por sus pelos despeinados como toboganes enzarzados. Hasta en medio de una de sus epopeyas sexuales con Javi había dudado. Estaba harta de casi todo, y al fin y al cabo de casi nada. Y decidió dar con el epílogo de la monserga. Con una buena espera, en el mejor lugar, una sala de espera.

Paula esperaba en la sala de espera del geriátrico. Pasaban ya las doce y la clase de gimnasia de su abuelo estaría a punto de terminar. El sol inundaba la habitación blanca, y su abuelo entró buceando entre los haces de luz.

- Estoy de cojones, la gimnasia esta te deja como nuevo.

Paula miraba a su San Jorge nonagenario a través de la pantalla solar. Su abuelo le guiñó el ojo, la miró de arriba abajo con la sonrisa más complaciente y abrió los brazos hasta el mar. Paula cubrió toda la extensión de su cintura y se abrazaron, en esa barca de bienestar que era para los dos abrazarse.

- Anda, sácame de aquí un rato.
- Vamos.

Paula y su abuelo sonrieron al conserje, cruzaron la puerta y siguieron andando. Hay que hacer las cosas con convicción decía siempre su abuelo. Cogieron el coche, y como en las mejores fugas, fueron a un sitio bonito a saciar sus vicios. Una terraza en la playa, al sol.

- Dos cañas.
- Y unas patatas.
- ¿Como está tu madre? – Bien. – ¿Tu padre? – Bien-. ¿Tu hermano? – Bien. – ¿Y la niña? – Bien – ¿Las chicas? – Bien. – Como se llama…el chico aquel alto…
- Javi. - ¿Como esta Javi? – Bien.
- ¡Muy bien hombre! ¡Eso está muy bien! ¡Vamos a brindar! ¿Donde están las cañas?

El camarero sirvió las cañas sobre la mesa, y en ese momento Paula empezó a llorar desconsoladamente. – ¿Y tu? ¿Como estás? - El abuelo miró el mar y acompasó las olas con los lloros de su niña más querida. – ¿Mi niña, y a ti que te pasa?

Paula balbuceó un no lo sé con esa voz extraña que los lloros distorsionan.

- Tú llora lo que quieras. Mira el mar, ese si que está lleno de sal y nadie le dice nada.

El abuelo buscó al camarero con la mirada y pidió a gritos – Otra caña, y otra para mi nieta.

Y pasó, húmedamente, la mañana. Paula no dejó de llorar entre sorbo y sorbo de las tres cañas que se trincaron. El abuelo no dejó de contar los cuentos más bonitos. Desgranó su clase de gimnasia, la apretada agenda cultural del geriátrico, las fiestas clandestinas en la habitación del manco, compañero de su quinta en aquella lejana historia de la república. Lo contó todo en cuidados monólogos para satisfacer a su nieta. El hurto de la nueva medicina del geriátrico, la marihuana para el cáncer, sus últimas conquistas de don Juan y las llamadas al programa de la Campos. Embelleció todas las historias con infinito cariño.

Paula dejó de llorar a las tres y cinco. Ya no tenía nada en su ojo izquierdo, y por fin dejó a Dios tranquilo allá en el mundo celeste, mientras se preparaba para dar un vuelco a su mundo terrestre.

- Tienes que cambiar de aires, tendríamos que irnos a la India tu y yo. A ver que se cuece por ahí. Mierda de hotel de viejos, te tratan tan bien que ya no apetece viajar. Dile a tu madre que el domingo hay comida. Os quiero a todos. ¿Vamos?
- Vamos.







El té moruno

La luz entraba entre las lamas de madera de la persiana. A su lado, sobre las sábanas revueltas, solo había una nota. “...He tenido que salir pero vuelvo en seguida, por favor no te escapes...” . No tenía la menor intención de hacerlo, pero le halagaba que la sospecha de la fuga pesara sobre ella. Tenía que contárselo a Miguel. Como cada mañana habría un e-mail suyo esperándola. Pensó que le gustaría que su amigo estuviera allí, compartiendo la visión de aquel cuarto perezoso que la acogía con tanta tranquilidad, de las motas de polvo que aparecían y desaparecían entre los haces de luz que se clavaban sobre su piel medio dormida. Luego pensó que mejor no, que ya se lo contaría por e-mail.

Frente a la cama había un viejo perchero de pie cubierto de ropa. Carla descolgó una chilaba azul, se la puso e improvisó un turbante con una de las múltiples telas que había esparcidas por el suelo. El espejo del baño no le devolvía un reflejo especialmente arrebatador, pero sería una buena bienvenida.

En el balcón había un tiesto de colores con plantas de menta y hierbabuena. Cortó algunas ramas y las llevó a la cocina, las metió en el fondo de la tetera y puso a calentar agua para la infusión del té verde. Una de las paredes del salón estaba completamente tapizada de fotos y recortes de periódico. Era el altar de ese universo por conocer que tanto miedo le daba a veces. Mientras deja que el té y la menta se mezclen con el azúcar, saca de su cartera una foto de carné y la cuelga en medio de las demás. De lejos a penas se ve, pero ella sabe que está allí y se siente valiente como un explorador en la selva. En su próximo e-mail le pedirá a Miguel que la dibuje con un salacof y un caza mariposas avanzando por una gigante cama deshecha cuyas arrugas parezcan las dunas del desierto. Será su primer regalo para Julia.

Cuando suena el timbre Carla lo tiene todo preparado: Coge la bandeja con los dos vasitos de té y corre a abrir la puerta. Se esconde tras ella mientras dice: “Bienvenida a casa ¡Oh señora mía! Humilde servidora prepara té para hermosa mujer”. No halla respuesta. Sorprendida, sale de su escondite para encontrarse con el rostro estupefacto de una mujer de mediana edad que sostiene un sobre en la mano. Carla, bandeja en mano, con la chilaba y el turbante, está convencida de encontrarse ante alguna pariente o compañera de trabajo de Julia: no tiene presencia de ánimo para pronunciar palabra. Tras unos segundos, la mujer recompone su expresión y con una naturalidad casi flemática dice: “¡Hola! Soy la vecina de enfrente, me llamo Concha” Mira el sobre y continua: “Tu debes de ser Julia... Garau, ¿no?. Han dejado esta carta en mi buzón por error...” Carla respira tranquila, casi eufórica. Sin dejar de sostener la bandeja, le aclara que ella no es Julia, que es una amiga, bueno, tampoco una amiga pero que da igual, que le hará llegar la carta. Ante las explicaciones excesivas de Carla, los ojos de Concha empiezan a brillar divertidos y no puede evitar sonreír. Es una sonrisa inesperada en una cara de rasgos adustos. Es una sonrisa un tanto maliciosa, casi infantil, que le devuelve a Carla su propia imagen. Una vez intercambiado el sobre ya no tienen nada más que decirse, pero en una última ojeada a sí mismas no pueden evitar echarse a reír.

- Yo me llamo Carla... ¿Quieres un vasito de té? Me ha quedado muy rico.

Raschid vende porros

"La madre que me parió que borrachera llevo", pensaba Raschid. "La madre que me parió que pesada la tía esta", pensaba Raschid. "La madre que me parió donde estará Laura, joder", pensaba Raschid.
Y en estas llega un brazo que le agarra, le saca del bar y lo lleva a la calle. "Oye chaval ¿tú puedes conseguirme unos porros?". Así que eso es todo. Después de destrozarle la espalda a Raschid, Marga sólo quiere porros.
"Será por porros", pensaba Raschid."Tú vienes, mujer", le dijo a Marga. Y con Laura, su amor imposible en la mente, se fue con Marga por entre las callejuelas del gótico. "Entra, mujer, espera", dijo Raschid. Y dejando a una mujer sóla y un poco aturdida en el portal, subió las escaleras de su casa. En el dialecto árabe que empleaba con sus compañeros, mezclando palabras de su aldea, mezclando un "vale?" por allá, y un "saps?" por acullá, Raschid entre risas, explicaba a Muhammad y a Alí que tenía una pesada abajo pidiendo costo. Así que entre explicación y arcada de vino y cerveza, Raschid mezcló el hachís con avecrem y bajó a buscar a Marga, dormida, ahora sí, en las escaleras. "Joder, ésta se ha desmayado". Todo fue uno entonces. La mano de Raschid en el bolso de Marga. Los ojos de Marga que se abrían sobresaltados. Los brazos de Marga que empujaban a Raschid. "Tranquila, tranquila, yo sólo quiero dinero por porros. No problemas con nadie". ALgo en los ojos de Raschid atravesó el cerebro obnubilado de Marga. El olor a alcohol de los dos les impedía ver el límite entre uno y otro. Les impedía percibir las diferencias. Les impedía verse como dos seres distintos. Por eso, y por el brillo en los ojos de Raschid, Marga cedió a la tranquilidad. Por eso, y sólo por eso, 20 euros cambiaron de mano. Por eso y sólo por eso, Marga y Raschid acabaron por darse la mano. Como si nada. Y sólo por eso, exclusivamente por eso, la Luna iluminó, una vez más, a dos personas que se despedían en un portal. Y un segundo después, mientras Marga se desplomaba en el callejón de Sant Francesc, Raschid salía por la otra esquina hacia el último bar, o hacía la última mujer.

Concha coge el Metro

El Metro es todavía una novedad. Todavía, se repite Concha. Mira a su alrededor y se pregunta para cuántos fue una novedad. Cuántos habían ido dejando día a día que aquel espacio subterráneo lleno de ruidos conquistase un tiempo considerable de su rutina. Pero el tiempo aquí abajo transcurre distinto. No se mide por minutos sino por paradas. Que no se restan al reloj, sino que se suman. Llegar cuesta siempre media hora. Pero media hora distinta. No cuesta lo mismo media hora plantada en la Virgen Blanca, que media hora de travesía por el subsuelo. No. No pasa más rápido. Pasa distinto. Tan distinto como los cinco últimos minutos antes de que el reloj marque la salida de la frutería y aquellos cinco que transcurren entre pitido y pitido del despertador. Despertador. Buf, que bien se vive sin despertador. Madrugar por el placer de vivir la mañana. Sin sonidos estridentes que te marquen obligaciones. Vacaciones, unas largas vacaciones, se dice para sus adentros mientras deja escapar una sonrisa de satisfacción. Sentada al lado de la ventanilla, mira a su alrededor. La mayoría de la gente viaja con los ojos cerrados. Cara de Metro, color de Metro. Amarillo Sprinfield, decía su hijo. La chica de enfrente, rodilla con rodilla, sin embargo, lleva un rato observándola. Se da cuenta cuando descubre sus ojos clavados en los suyos a través del cristal. La mirada desaparece con la claridad de la estación. La chica se levanta y se marcha devolviéndole la sonrisa.

 

En tres paradas más Concha llega a su destino. La gente se baja del vagón apresurada y en cuestión de segundos el andén queda vacío volviendo a recoger el incesante goteo de almas. Ella, sin prisa, sale a la superficie. Entra a la óptica que está justo en frente de la boca de Metro. Quizás debería regularme de nuevo la graduación de las gafas, piensa. Y cambiármelas. O comprarme unas gafas de sol. Se prueba tres y cuatro. No se decide. Hace cola en el mostrador. Saca la receta de la cartera y pide su kit de lentillas. Cada día más pequeñitos y más monos.  La tipa de la bata blanca junto con el ticket de compra le da una papeleta que anuncia viajes gratis. Menuda chorrada, dice en alto. Pues conozco a más de uno que le ha tocado estando yo de dependienta. Mirándose la uña del dedo Concha saca una moneda del bolsillo. Quita lo plateado en la casilla donde pone rasca y no se inmuta al leer la palabra premio. La tipa de blanco le explica. Es una promoción. La que anuncian en la tele. Le ha tocado un viaje. A Malta. Con descuento para el acompañante.

 

Algo escéptica Concha deja la tienda, dobla la esquina y se acerca paseando hacia casa. A Malta. Una isla mediterránea. La verdad es que no sabe nada más de ese lugar que lo que pone en el panfleto. Si acabo de llegar, se repite. Se angustia pensando como pequeñas nimiedades como renovar sus lentillas pueden influir en este intento por fabricar nuevas rutinas. ¿Y con quién voy? No puedo ir sola. Hace unos meses estos billetes hubiesen sido un regalo del cielo. Ahora son casi un problema. Podría llamar a Vitoria. Seguro que a más de uno le apetecerían unas vacaciones. Pero no es el momento de volver a tener lazos con Vitoria ¡acabo de llegar! Y Marco tiene que trabajar. Quizás su novia. O Luisa. La partida no tiene que ser inmediata. Alguien aparecerá. O a la mierda, que nadie me obliga a ir  ningún sitio. Y sus pensamientos se desvanecen entre el olor de la fruta madura de lunes en la boquería.

Marga y Raschid

Marga se acabó de un trago los restos de su copa de coñac. A su lado, Alfredo se concentraba en contar, incesablemente, un puñado de monedas que tenía en la mano. <<me faltan 80 céntimos>> dijo por tercera vez. El bar de Berni estaba tan vacío como de costumbre a las once de la noche de cualquier lunes. Tan sólo Marga y su compañero de barra permanecían anclados en sus respectivos taburetes mientras Berni secaba unas copas dejándose la voz en un intento de entonar la canción de Rocío Jurado que sonaba a todo volumen por los altavoces.

La puerta se abrió de golpe y Marga levantó la vista. Un joven árabe, con claros síntomas de embriagadez entró tambaleándose y se sentó con dificultad en el taburete más cercano a la entrada. Berni abandonó el trapo y, sin dejar de cantar, se acercó al chaval que abría y cerraba los ojos con fuerza en claro intento de despejarse. <<¿qué te pongo muchacho, un agua mineral sin gas?>> A nadie más pareció hacerle gracia el comentario pero una sonora carcajada salió de la garganta del dueño del bar <<vaya trompa que llevas>> volvió a decir entre risas <<¿qué va a ser?>>.

Alfredo decidió, al fin, guardar las monedas en el bolsillo. Arqueó la espalda en exceso para poder introducirlas en el pantalón y apunto estuvo de caerse al perder momentáneamente el equilibrio. <<Ponme otro Berni>> ordenó Marga sin inmutarse ante los movimientos patéticos de su compañero. Hoy tenía la necesidad de emborracharse y todo parecía indicar que iba por el buen camino. Se había despertado en la mesa de un bar desconocido hacía unas horas y no recordaba muy bien qué había ocurrido. Había sido un ataque de los fuertes de narcolepsia, de aquellos que creía superados, según el camarero había estado dos horas y media roncando. Recordaba haber hablado con una joven que le había dado un cigarrillo y con la que había hablado de algo pero todo era demasiado confuso. <<esta es mi mejor medicación>> murmuró para sus adentros mientras Berni le acercaba la copa llena.

Tras un largo trago, su mirada se concentró en el joven de la esquina. <<Esta calle está cada vez más llena de moros>> pensó. Torpemente se incorporó del taburete y se acercó hasta el joven. En los primeros pasos notó como el coñac había hecho su efecto y tuvo que hacer un sobre esfuerzo para que sus ochenta quilos se mantuviesen en posición vertical. Apoyó la mano en el taburete cercano al joven y, reclinando todo su cuerpo sobre él, propinó con la otra mano una palmada en la espalda de Rashid más fuerte de lo que había calculado. El joven se sobresaltó y derramó parte de su copa sobre la barra. En sus ojos se leía el pavor en estado puro.

<<Marga déjale en paz cabezona>> gritó Berni desde el fondo de la barra

<<Tú callate que no hablo contigo>> contestó ella en el mismo tono

<<Con mis clientes no me toques los cojones>> insistió Berni con aire amenazante acercándose con una copa en la mano.

<<¿Te quieres callar mamarracho? Déjame en paz ¿porqué no voy a poder hablar con mi amigo?>> dijo mientras pasaba su brazo por los hombros del cada vez más atónito Rashid. Hacía 30 segundos que no entendía nada de lo que en su entorno estaba ocurriendo, sólo veía a una enorme mujer colgada de su espalda gritandose con el camarero.

<<Te lo advierto>> continuó Berni

Marga suspiró con fuerza, cogió a Rashid por el brazo y le sacó de bar. Él se dejó guiar entre el desconcierto y la densidad del ambiente proporcionada por su propia embriaguez. Una vez fuera, vió como la Marga le observaba con cara de desconfianza. Miró hacia uno y otro lado de la calle y finalmente abrió la boca.

<<Oye chaval ¿tú puedes conseguirme unos porros?>>   

Paula y la calle

Paula cerró la puerta y bajó la reja del estudio. Una reja de colores, con una jirafa borrada por los últimos graffiti de la temporada, y las últimas declaraciones de amor adolescente sobre la cara del cuadrúpedo. Se echó la bolsa al hombro y se agachó para sellar la morada, la pequeña empresa de Gemma, Vale, Ros y Paula, ProyectARTE. Una empresa más definida por las ganas que por los objetivos de mercado.

 

Las chicas la esperaban en el bar, últimamente Paula se quedaba hasta tarde en el estudio, sola, deambulando por las periferias de su cabeza. Las chicas irían ya por la segunda cerveza, y a la tercera, Paula o no Paula, asemejarían esa noche a cualquier noche. Si tuviera un piso se quitaría los zapatos al llegar al sofá, apagaría las luces para encender las velas, y esperaría a que un dulce sueño barriera sus tontunas cotidianas. Pero la idea de ver al par de amantes devorándose a besos, escuchando a Miguel Ríos, cocinando cualquier plato somalí, no traía el verbo barrer, y menos el de fregar. Era un buen momento para ir a visitar a su abuelo, pero los geriátricos reducen la vida social de los ancianos a tardes y mañanas. 

 

Paula se sentó en el bordillo de la panadería, y apoyó sus dudas en la reja. Se rascó el ojo. De entre la ristra de frases que su madre le iba regalando, recordó aquella de cuando dudes no hagas nada. Era una buena noche de primavera, y los albores del calor ayudaban a decidirse por no hacer nada. Durante su nadería pasaron veinte, o tal vez treinta personas, todas igualmente distintas.

 

Las chichas ya irían por la cuarta cerveza, y una llamada en el móvil le dio idea de que dejaban el bar, el Retro, para buscar algo de música con que acompañar el valet. Las chicas siempre decían que iban al valet, eso quería decir que la borrachera convertía sus bailes en un harmónico movimiento de brazos y caderas.

 

“¿Tienes cincuenta céntimos?” “No” “Pues si que andas mal chica. Anda dame un cigarro”

 

Paula sacó su paquete, y le ofreció el último cigarrillo a una mujer que rondando los cincuenta hubiera deseado tener cuarenta.

 

“Mira como tengo las manos, si es que me cago en la lejía y en la madre que parió al cabrón que nos ha hecho esclavas. Que no te cases, te lo digo yo. Esos cabrones solo quieren una criada que les lave los calzoncillos y les caliente la cama. ¿Tienes novio hija mía?” “No” “Y para que lo quieres, si así estás muy bien. Toda guapa, tu no te eches novio.”

 

La mujer se sentó a su lado, dio una calada al último cigarrillo de Paula y se quedó dormida. Antes de que el cigarro le quemara la falda, Paula se lo quitó de las manos. Y siguió fumando fortuna con pintalabios. Le pareció gracioso compartir cigarro con la mujer mientras le velaba el sueño. Empezó a imitar los gestos de su interlocutora. Es fácil ser otra persona si le pones un poco de empeño, pensó, actuó.

 

Ya nadie se acercó a pedirle dinero, fuego, conversación. La imagen que ofrecía junto a la mujer durmiente debía ser un mal reclamo para entablar relaciones. El valet debía estar en el segundo entreacto, y el móvil volvió a sonar. Era Javi, un amante furtivo pensaba en ella en algún lugar de Barcelona. Quiso ser fiel a la mujer durmiente, y dejó que la melodía telefónica acabara.

 

Miró a la mujer, encontró un retazo de dulzura entre los ronquidos, las medias rotas, y el tinte del pelo. Si no fuera por el sueño incombustible, esa noche se habría emborrachado con ella, le habría seguido los pasos de anhelante cuarentona y ella habría andado rozando los cuarenta. Pero tuvo que dejar a su amiga para otro día, ni el camión de la basura la despertó. “No te eches novio” Le tapó el cuello con una bufanda, y le metió dos euros en el bolsillo. Le pareció un buen cambio por la velada, y buena paga por los consejos.                                            

 

 

Carla y Miguel

Reencontrar a Carla vagabundeando por la Fnac siete años después de su último encuentro fue para Miguel como un guiño de su infancia. Desde su ubicación de castigado perenne, a menudo veía a Carla, entre las amigas de su hermana, igual que aquella tarde en la Fnac: abstraída, desubicada, absorta en su propia ausencia. Era la única que sonreía mientras él salía en volandas de alguna tertulia siendo reprendido por algún prócer, no necesariamente el suyo, que le acusaba de “haberlo estropeado todo”. Era también la que le retaba, a veces, y la única que recogía los guantes que él lanzaba el los momentos álgidos de tedio familiar. El tedio y el ostracismo eran sus dos únicos y poco visitados vínculos. No existía entre ellos más que una vaga y tácita complicidad que jamás manifestaban en público. Se conocían a través de los otros. Miguel deducía de las melifluas sentencias del tribunal de sabios que ella no era buena estudiante, que no tenía novio jamás y que, si por ella fuera (esto lo decía la propia madre de Carla con un nudo en la garganta), saldría a la calle vestida con un saco. Desde su atalaya de exiliado, Miguel sentía una solidaridad profunda con aquel personaje condenado a la integración social.

Aquella tarde los dos estaban lejos del tiempo y el lugar en que solían coincidir. Los catalanes celebraban el día de St. Jordi y Miguel había paseado todo el día por la ciudad congratulándose de haber perdido el vuelo de la mañana. Carla estaba de un humor siniestro. Las manifestaciones institucionales de amor la devolvían a las noches de San Juan y San Valentín, a tantos otros momentos cálidos enturbiados por el velado reproche de su madre que no perdía nunca la esperanza de verla aparecer de un brazo, sin importar a quién perteneciera. La nostalgia por el pasado la abandonaba en aquellos momentos y no podía dejar de pensar que una gallega sin morriña era la más cruel representación de la ausencia. Tal vez por eso había entrado en una gran superficie sin encanto alguno. Después de hojear algunas novelas se dirigió hacia la puerta.

Su creciente mal humor le impidió escuchar el sonido de la alarma y la llamada del guarda. Cuando iba a bajar las escaleras sintió que la cogían del brazo.

-         Perdón señorita, ¿Me puede enseñar lo que lleva en la mochila?

Carla, sin entender nada se negó. Miguel observaba la escena desde lejos. Un segundo guarda se unió a la escena. Ella gesticulaba indignada y se aferraba a su mochila como si fuera el último reducto de su intimidad. Finalmente, cuando comprendió la situación, cedió a la demanda de la autoridad. Justo detrás de la cremallera, como un insulto fuera de lugar, los tres vieron aparecer con creciente sorpresa la cara del Ex-presidente del gobierno, José María Aznar, bajo el título de su último libro “Retratos y perfiles”. Antes de haber podido reponerse, Carla vio como un tipo alto y delgado se dirigía a los estupefactos guardas en un tono de paternal confidencia. La dejaron a un lado un momento. En el transcurso de la conversación ella pudo reconocer bajo el traje de chaqueta al hermano menor de su amiga Sandra. Lo entendió todo de golpe y trató de reprimir la risa. Instantes después él la cogía por los hombros y la conducía hacia la salida.
 

-         Miguel, eres un cabronazo. ¿Se puede saber que les has dicho?

-         Yo también me alegro de verte.

Se alegraba mucho de verle. Aunque la hubiera hecho pasar por una pepera cleptómana y fanática de Aznar. Sin saber muy bien por qué siempre había sentido una ternura especial por aquel porrero lánguido que era motivo de burla entre sus amigas y de disgusto constante  entre los mayores. Los pensamientos siniestros se desvanecían ante su aspecto de cachorro, y a la hora de la cena, Carla disfrutó pensando que si su madre la viera compartiendo la velada con aquel bala perdida, añoraría los tiempos en los que reprochaba la soledad de su hija.

Raschid viaja a París

En el fondo todo es una sorpresa constante, piensa Raschid, un poco escandalizado. No sabe muy bien cómo, pero se ha visto embarcado en una aventura que le puede traer más de un problema. Y de dos. Después de viajar en patera, en autobús, en camión, después de estar durante meses en Barcelona buscando normalizar la situación, sin papeles, buscando la manera de conseguirlos, ahora, justo ahora, una llamada al principio anónima le devuelve a la cruda realidad de la frontera de la legalidad.

-“Mira Raschid, te seré sincero, o haces lo que te voy a proponer, o Muhammad lo va a pasar bastante mal”.

Esa voz le causó escalofríos. No identificó el acento, pero no era español, ni catalán, ni árabe. Pero por un hermano, y más por un hermano que vive en la clandestinidad, se hace lo que sea.

Así que, como le había indicado esa voz, acudió a un bar de la zona alta de Barcelona, recogió un sobre a su nombre, y se preparó para un viaje más difícil que el que realizó desde Tánger a Tarifa.

Ni un aeropuerto, ni uno, había pisado en su vida. Así que se sintió un poco confuso cuando llegó al Prat. Teniendo en cuenta que llevaba una identidad falsa, un billete barato y que no había comprado, intentó no llamar la atención. Iba bien peinado, bien vestido y sobre todo, bien sonriente.

Más tranquilo de lo que estaba cuando bajó del cercanías, Raschid subió al vuelo 4282 de EasyJet hacia París Orly. Le sorprendió no tener problemas al pasar el control de la Guardia Civil, pero un DNI a nombre de Jhamed Younes, ciudadano de Ceuta, le había franqueado todas las puertas.

Le sorprendió ver las nubes a sus pies. Aunque en el fondo no podía pensar ni en nubes ni en filosofías. Joder, él se había jugado la vida en el estrecho para llegar a un futuro mejor y estaba metido hasta el cuello en asuntos turbios en el barrio viejo de Barcelona. Es más, sin saber casi donde se encontraba su hermano, una voz anónima y amenazante le había hecho coger un vuelo barato a París para vete tú a saber qué. Como para pensar en las nubes. De hecho, ni siquiera miró a la azafata que le recogió la bandeja donde había dejado la Coca-Cola.

Al fondo del avión un grupo de estudiantes cantaba canciones picantes. Y una chica francesa, borracha claramente, se puso a bailar en el pasillo. Todo era diversión en el aeroplano, menos Raschid. Con gesto ausente miró una vez más por la ventanilla, justo antes de que el capitán tomara la decisión de anunciar el aterrizaje.

Ahora sí que Raschid era un manojo de nervios. Bajó del avión, tomó la mochila de la cinta transportadora y miró los carteles hasta que escrito en árabe vio su nombre supuesto en un cartel. Un cartel que llevaba en la mano un eslavo de 2 metros de altura y con cara de haber matado a más de una persona. Temblando como un conejillo, Raschid, el astuto Raschid, como le llamaban en su aldea, se acercó. Salió con el ruso al parking del aeropuerto. Iván, o como se llamara, le arrebató la mochila y se la vació, y metió 25 camisetas. O lo que parecían 25 camisetas. Raschid no quiso ni mirar, así que cogió la mochila y se volvió a la terminal. Otro avión le esperaba. Ni siquiera había visto a lo lejos la torre Eiffel. “Vaya mierda de viaje a París”, pensó.

Cuando el gendarme le miró el DNI, después de facturar la mochila, Raschid notó una mirada más penetrante de lo normal, pero pensó que sería por su raza.

Esta vez no pudo tomar ni la CocaCola, así que miró a la azafata, para entretenerse y una sonrisa forzada le respondió desde lo alto de un uniforme azul. Cerró los ojos y a mitad de un sueño lleno de niñas morenas con bandejas de frutas, el avión aterrizó en el Prat. Salió del avión, pasó el control, y la mochila no llegó. Pasaron los equipajes de todos los pasajeros. Maletas, mochilas, guitarras, pero no la de Raschid-Jhamed. Pasaron todas, pero no la suya. Y entonces ocurrió. Un Guardia Civil se acercó por detrás a Raschid y casi le susurró “Señor Younes, tenga la amabilidad de acompañarme”. El bote que dio Raschid no se le olvidará nunca. Pero calló. El instinto quizás. Así que sin decir nada siguió al guardia hasta un cuartito al lado de la terminal. “Disculpe señor Younes, pero su mochila se ha abierto en el trayecto del avión a la cinta y creemos que se ha perdido parte de su contenido”. Raschid miró desconfiado hacia su mochila. Sólo había el paquete que le habían dado en París. Nada más. De hecho, no tenía que haber nada más. Pero mintió. “Pues sí! No hay nada de mi ropa ni de mis cosas de aseo”. “Lo sentimos señor Younes, pero nos tememos que se ha extraviado, si quiere hacer una reclamación, diríjase a la ventanilla”.

Raschid tomó la mochila sin creer ni una palabra de lo que le decía el guardia, pero no podía hacer otra cosa. Así que salió del aeropuerto y se dirigió directamente a aquel bar de Sant Gervasi, tomó un café y dejó la mochila “olvidada” en la mesa.

Dos horas más tarde estaba completamente borracho en el Kalifornia, en la calle Escudellers. Y aunque Alá y su puta madre le daban absolutamente igual, rezó por su hermano Muhammad, donde quiera que estuviese. E incluso por lo que fuera a pasar con aquella mochila y con toda la gente que se había acercado a ella.

Concha se despierta

Se despierta sobresaltada. Mira a su alrededor. Sus ojos miopes tardan unos segundos en reconocer el lugar. Hace poco tiempo de su traslado y aun no ha hecho de este apartamentito ravaleño su hogar.

Barcelona amanece azul anaranjado. Como casi todos los días. A Concha, esta luz intensa del Mediterráneo le hace levantarse contenta. Envuelta en su albornoz pone la cafetera al fuego mientras se enciende un cigarro. Sale al pequeño balcón que da a la plaza y respira una gran bocanada de aire. Para entrar esquiva las cuatro grandes macetas que albergan al ficus, al magnolio, un pequeño rosal y un tronco. Alcanza la regadera que había adquirido días atrás en la misma tienda donde había comprado sus plantas, un pequeño local de barrio regentado por Luisa, con quien había entablado una amistad de marianitos antes de comer y unas cervezas al caer la noche. No habían entrado en intimidades pero juntas se reían.

Con la regadera en la mano, se dirige a la cocina, separada del salón por una barra americana. Coloca el recipiente en el fregadero y abre el grifo. Hacía un momento funcionaba perfectamente ¿Por qué ahora no sale agua? Comienza a sospechar las causas del precio del apartamento.  Teme que lo que en estas semanas le había parecido viejo pero con encanto, como aquellas casitas de la Correría vitoriana, con el mismo olor a meaos en el portal pero con luz entrando por las ventanas, pase a ser cochambroso y demasiado expuesto al exterior.

Decide tomárselo con calma. Prepara una nota para dejar en la portería. Recuerda que el casero le había dado un número de teléfono pero no dónde puede haberlo dejado. Se pregunta si habrá llegado la hora de comprarse un móvil. Hasta hoy no había tenido  esta sensación de aislamiento. Tenía ganas de volver a empezar y en esta mañana el móvil se presenta como elemento que le ayudará a fabricar vínculos. Se sonríe mientras estruja el cigarro contra el cenicero. ¿Cómo pueden estar pasando esos pensamientos tan cursis por su cabeza? Vale que sea domingo, que empiece la primavera, pero esto de hacer guiones para un anuncio de telefonía pasa de castaño oscuro.

La calle está repleta de guiris. Le hace gracia ser una especie de extranjera. Sus mañanas hacía años que habían transcurrido entre holas somnolientos a viejas del barrio en su paseo hasta la frutería, donde tenía que seguir soltando holas mientras se cagaba en sus muertos entre los dientes. Ahora se divierte mirando a su alrededor, identificando a las mismas viejas con sus mismos carros. Esta será de las de media rodaja de piña, por favor, y esta otra la que te marea eligiendo la barra de pan hasta llevarse la primera que rechazó.

Es curioso. Parece que no descansen ni los domingos. La persiana de Luisa es de las pocas que ve bajadas. Entra en el locutorio que encuentra justo en frente y sale de él con un teléfono. Cree haber entendido bien como funciona, aunque tuvo dificultades. Marca el número de Marco, pulsa la tecla verde. Esta tarde le hará una visita. Volverá a enfrentarse con el laberinto subterráneo.

Reunión familiar

El sonido seco de sus largas uñas golpeando arrítmicamente el mármol de la mesa rebotaba en todos los rincones de la habitación. La otra mano aguantaba un gesto que se debatía entre el aburrimiento y la resignación. Seis ojos la observaban expectantes alrededor de una mesa llena de platos vacíos. El silencio hacía prever la futura explosión. 

Pese al inicio prometedor, todas las esperanzas de realizar una comida familiar tranquila se habían venido abajo. Belén miró a su hermano mayor esperando que éste tomara la iniciativa pero Pedro continuaba observando a su madre con gesto interrogante. <<¿es que no vas a decir nada mamá?>> dijo Luis por fin al cabo de varios segundos. Marga se apartó el flequillo de los ojos con un soplido y atravesó, uno a uno, a sus hijos con la mirada <<No. ¿Y vosotros no tenéis casa o qué?>>

<<Vamos mamá, sólo queremos lo mejor para ti>> dijo Belén <<Ya has trabajado bastante, no tienes necesidad de continuar siendo la portera de un edificio lleno de gilipollas. En este piso podrías vivir tranquila y hacer tus cosas. Tienes dinero suficiente para llevar una vida mejor.>>

<<No vais a conseguir que me vaya de mi casa, sabandijas>> Marga se encendió un cigarrillo. <<Yo ya sé lo que tramáis.>>

Pedro se levantó ruidosamente de la mesa. <<Déjalo, Belén, si ella quiere vivir en su vida de mierda, rodeada de borrachos y fregando escaleras, adelante, ya la has oído, es lo que quiere. Pues nada, madre, continúa siendo una pordiosera el resto de tu vida. Yo no aguanto más, has agotado mi paciencia.>>

<<¡Pues lárgate con tu mujercita a tu piso de parqué y déjame en paz! ¡Lo que os pasa es que os avergüenza que vuestra madre sea portera! ¡Y una mierda mi felicidad! a mi no me la pegáis. ¿qué coño os hace pensar que no quieggg sssf ffffffffz q q q q>>

Los tres hijos se quedaron parados durante unos segundos observando a su madre dormida con la cabeza metida en el plato. A pesar de que ya estaban acostumbrados a sus ataques de narcolepsia no podían dejar de impresionarse cada vez que se daban. Marga hacía caso omiso a las recomendaciones médicas para intentar controlarlos. En ocasiones podía llegar a sufrir un par o tres al día, generalmente cuando se enfrentaba a emociones intensas como la risa o el enfado. A veces se despertaba al minuto y a veces a la hora. Luis empezó a sacudirla por los hombros pero el sueño era demasiado profundo. Los tres hermanos, resignados, acabaron sus cafés y salieron por la puerta.

Cuando Marga se despertó, al cabo de unos treinta minutos, tenía toda la cara untada de puré de patatas. Después de blasfemar y quitarse los restos de comida del pelo se encendió un cigarro y se sentó en el sofá. Se sentía un tanto turbada. La mesa llena de platos le recordó la escena inmediata al ataque y el enfado volvió a apoderarse de ella. <<Al menos podían haber recogido, ¿cómo pueden esos esnobs ser hijos mios?>> Su relación con ellos había ido de mal en peor hasta el punto de que ya reconocía abiertamente que no podía soportarlos. Los nuevos ricos, enemigo en casa. <<Y la rata esa venga a pasarles dinero>> Echaba la culpa a su ex marido por haber creado una fortuna de la nada en el negocio de la construcción. Estaba segura de que ese dinero no debía ser del todo limpio pero eso era lo que menos le importaba. Aunque ella también recibía su parte, sus mayores gastos se limitaban a la taberna de al lado y su vida apenas había cambiado. <<Nunca llegaran a ser nadie>> Los constantes intentos por parte del resto de la familia de convencerla para que se acomodase acababan siempre en discusiones sin acuerdo y algún que otro portazo. Ella era la portera del edificio 17 del carrer Ample, y eso era, exactamente, lo que quería seguir siendo.

Paula se levanta

Paula se levantaba sin dudar. Paula no dudaba al levantarse. Paula dudó al levantarse. Había estado despierta toda la noche oyendo follar a sus compañeros de piso. Mismo ritmo, mismas voces, mismas frecuencias que otras veces. Pero esa noche se le metieron los gemidos dentro del oído y no logró alcanzar ningún sueño. Esa noche se desquició. Las voces, los gritos, las risas y los jadeos entraron en su cabeza sin permiso. Y el cabreo penetró, del mismo modo que el cuerpo de Luis penetraba en el de Álvaro.

Paula dudó al levantarse. Paula se levantaba en un acto reflejo repleto de asertividad cada mañana. Pero sus impulsos de empezar el día gritando la madre que os parió, y romper el sueño de los amantes, le hicieron dudar antes de salir de la cama. Y le asaltó la duda, y la molestia de su inquietud.

El espejo por las mañanas es infalible. Allí fue. Las ojeras le cabreaban todavía más. Apagó el enfado con el colocón del jabón en la ducha. Ritual de secado, de abajo arriba, ritual de lavar los dientes, de arriba abajo, ritual de cremas, circularmente, ritual de vestirse, de dentro afuera, ritual de peinado, y ritual de recolección de pelos, al albedrío de las libres caídas de los pelos. Volvió al espejo y decidió. Rompería el sueño de los amantes, la madre que os parió, y luego les daría los buenos días. Se acercó más al espejo, y un poco más. Algo había en su ojo, en el izquierdo, el derecho para Paula, el izquierdo para el espejo. Algo había en el ojo de Paula, algo inquietante y pequeño. ¿Por qué aquel cabreo matutino?

Abrió la puerta y abrió la puerta de enfrente y gritó. Volvió a gritar. El par de amantes tenía una honda profundidad de sueño, le habían robado el suyo. Tuvo que volver a gritar. La tercera madre que os parió perdió genio. Un Álvaro soñoliento le dio los buenos días y las buenas disculpas, mientras Luis la cogía por la cintura y la tiraba a la cama. Duró poco el peinado del ritual, puro trámite para despertar los impulsos mecánicos. Y entre los dos cuerpos desnudos la madre que os parió se quedó riendo. Paula parpadeó, algo seguía en su ojo. Volvió a dudar antes de levantarse. La idea de dormir en la cama que le había robado el sueño la tentó. Paula se levantó en un acto sin reflejos y falto de asertividad.