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El té moruno

La luz entraba entre las lamas de madera de la persiana. A su lado, sobre las sábanas revueltas, solo había una nota. “...He tenido que salir pero vuelvo en seguida, por favor no te escapes...” . No tenía la menor intención de hacerlo, pero le halagaba que la sospecha de la fuga pesara sobre ella. Tenía que contárselo a Miguel. Como cada mañana habría un e-mail suyo esperándola. Pensó que le gustaría que su amigo estuviera allí, compartiendo la visión de aquel cuarto perezoso que la acogía con tanta tranquilidad, de las motas de polvo que aparecían y desaparecían entre los haces de luz que se clavaban sobre su piel medio dormida. Luego pensó que mejor no, que ya se lo contaría por e-mail.

Frente a la cama había un viejo perchero de pie cubierto de ropa. Carla descolgó una chilaba azul, se la puso e improvisó un turbante con una de las múltiples telas que había esparcidas por el suelo. El espejo del baño no le devolvía un reflejo especialmente arrebatador, pero sería una buena bienvenida.

En el balcón había un tiesto de colores con plantas de menta y hierbabuena. Cortó algunas ramas y las llevó a la cocina, las metió en el fondo de la tetera y puso a calentar agua para la infusión del té verde. Una de las paredes del salón estaba completamente tapizada de fotos y recortes de periódico. Era el altar de ese universo por conocer que tanto miedo le daba a veces. Mientras deja que el té y la menta se mezclen con el azúcar, saca de su cartera una foto de carné y la cuelga en medio de las demás. De lejos a penas se ve, pero ella sabe que está allí y se siente valiente como un explorador en la selva. En su próximo e-mail le pedirá a Miguel que la dibuje con un salacof y un caza mariposas avanzando por una gigante cama deshecha cuyas arrugas parezcan las dunas del desierto. Será su primer regalo para Julia.

Cuando suena el timbre Carla lo tiene todo preparado: Coge la bandeja con los dos vasitos de té y corre a abrir la puerta. Se esconde tras ella mientras dice: “Bienvenida a casa ¡Oh señora mía! Humilde servidora prepara té para hermosa mujer”. No halla respuesta. Sorprendida, sale de su escondite para encontrarse con el rostro estupefacto de una mujer de mediana edad que sostiene un sobre en la mano. Carla, bandeja en mano, con la chilaba y el turbante, está convencida de encontrarse ante alguna pariente o compañera de trabajo de Julia: no tiene presencia de ánimo para pronunciar palabra. Tras unos segundos, la mujer recompone su expresión y con una naturalidad casi flemática dice: “¡Hola! Soy la vecina de enfrente, me llamo Concha” Mira el sobre y continua: “Tu debes de ser Julia... Garau, ¿no?. Han dejado esta carta en mi buzón por error...” Carla respira tranquila, casi eufórica. Sin dejar de sostener la bandeja, le aclara que ella no es Julia, que es una amiga, bueno, tampoco una amiga pero que da igual, que le hará llegar la carta. Ante las explicaciones excesivas de Carla, los ojos de Concha empiezan a brillar divertidos y no puede evitar sonreír. Es una sonrisa inesperada en una cara de rasgos adustos. Es una sonrisa un tanto maliciosa, casi infantil, que le devuelve a Carla su propia imagen. Una vez intercambiado el sobre ya no tienen nada más que decirse, pero en una última ojeada a sí mismas no pueden evitar echarse a reír.

- Yo me llamo Carla... ¿Quieres un vasito de té? Me ha quedado muy rico.

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