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Mañanas grises

Estoy sola, estoy sola. Concha decidió estirar hoy la mañana ovillada bajo el edredón. Ayer se durmió tarde. En Vitoria a menudo le daban las tres y las cuatro sin ser capaz de cerrar el ojo, deambulando de la cama al sofá y del sofá a la cama. Aquí se había olvidado de esta sensación que ayer reapareció. Respira hondo. Hay un pozo ahí abajo, se toca la tripa pero esta mañana no hay estómago. Solo un pozo profundo. Su cabeza empieza a viajar hacia atrás. Hasta los críos pequeños y Chema sonriendo detrás de sus gafas de sol, con chaqueta de cuero y Javi sobre sus hombros. Durante el mínimo instante en el que se instala en esa realidad, la angustia de la tripa se neutraliza, pero el instante es temporalmente tan breve que al desaparecer deja un rastro de dolor que araña las paredes del pozo y una ausencia que le perseguirá toda la mañana. Resopla y se reconoce que lleva una temporada en la que cada vez se acuerda más.

Identifica perfectamente todas estas sensaciones. Sabe que tiene que levantarse. Llueve. Le pesan los párpados y los brazos. Le invade una pereza acompañada por el no saber qué hacer. Le da pereza la ciudad, la gente, la calle, el metro, hacerse el desayuno, mirar papeles, hacer cuentas. Comienza a tocarse como dibujándose el contorno, para saber que está ahí. Se acuerda de la carta que tenía que llegar y no llega. Se agarra a ese pensamiento como a un filo hilo del que tirar con cuidado para salir de esa espiral de sensaciones. Se incorpora y se envuelve en su albornoz. Por la ventana entra un gris opaco. La casa está helada.

En el buzón no encuentra sus papeles. Un par de hojas de propaganda y una carta que no está a su nombre. La lleva hasta casa de su vecina. De ella solo sabe que tiene unas bonitas plantas de hierbabuena en la terraza que casi toca la suya y que le gusta la música árabe. No se encuentra con Julia Garau, nombre que indica en la dirección. La puerta la abre Carla, que inesperadamente le invita a tomar un té. Sin otra cosa que hacer, Concha acepta la invitación. Se encuentra sentada en un cojín rojo apoyado en un muro repleto de fotografías, contándole a una desconocida aquel viaje a Marruecos hace más de quince años, cuando les paró la policía, que menos mal que habían tirado la chinilla que les quedaba por la ventana.

La puerta se abre. “Mira, ella es Julia”. Carla explica a Julia quien es su invitada. Julia viene algo enfadada. Una amiga le había hablado sobre una bolsa de trabajo que debía abrirse sobre estas fechas para trabajar en los comedores de los colegios que dependían de la Generalitat. Ha estado toda la mañana dando vueltas de ventanilla en ventanilla. Vuelva usted mañana.

Concha lleva un tiempo barajando la posibilidad de ponerse a trabajar. Ha estado pensando. Hay días en los que no sabe como llenar las horas. Descarta cualquier actividad relacionada con los negocios. Nada que tenga que ver con grandes empresas y jornadas laborales de ocho horas. Tampoco volverá a la limpieza. Pero esto, esto suena perfecto. Mira a Julia y le pide más información. Al día siguiente quedan a las nueve para inscribirse.

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